La zona devastada por el terremoto de Turquía trata de levantar cabeza entre escombros y promesas incumplidas | Internacional

La zona devastada por el terremoto de Turquía trata de levantar cabeza entre escombros y promesas incumplidas | Internacional

Está a punto de cumplirse un año desde que, en la madrugada del 6 de febrero de 2023, dos potentes terremotos de magnitud 7,5 y 7,8 sacudieron Turquía y Siria, matando a más de 60.000 personas. Tras el seísmo, el Ejecutivo de Recep Tayyip Erdogan ―que se enfrentaba a unas cruciales elecciones― prometió una rápida reconstrucción, pero 12 meses después se ha completado solo cerca del 15% de las viviendas prometidas. Cerca de 700.000 personas continúan viviendo en campamentos de contenedores gestionados por el Gobierno, y varias decenas de miles más en asentamientos informales. La zona afectada en el sureste de Turquía, de una extensión mayor a Portugal y en la que antes del terremoto vivían 14 millones de personas, trata de levantar cabeza con dificultad ―cientos de miles de familias dependen de las ayudas del Estado y organismos internacionales para sobrevivir―, mientras que en las provincias más afectadas no se ha concluido la demolición de los edificios dañados y prosiguen las labores de desescombro.

Hay días en que el señor Semih no sabe regresar a casa. El edificio de este maestro de obra jubilado es uno de los pocos que quedan en pie en el barrio de Armutlu, en la ciudad de Antioquía, la que salió peor parada del seísmo. Le cuesta encontrar el camino de vuelta porque no reconoce la ciudad. ¿Cómo reconocer algo que ya no existe? No quedan puntos de referencia. Es como moverse en Dogville, la ciudad imaginaria de Lars von Trier, pero sin letreros que indiquen qué hay en cada parcela. Solo las ruinas permiten saber que ahí hubo una tienda, el edificio de un vecino, una mezquita o una iglesia. El resto son solares cubiertos de cascotes, delimitados por carreteras embarradas y llenas de socavones, salpicados por algunos edificios que se mantienen en pie, muchos de ellos visiblemente dañados, pero cuyos dueños han recurrido las órdenes de demolición. “Yo trabajé en el extranjero, en Arabia Saudí, trabajé duro, porque entonces había esperanza de que las cosas irían a mejor el día de mañana”, cuenta Semih: “Ya no. Lo único que podemos desear es que se termine el día y llegue el siguiente”.

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Vista de Mimar Sinan, uno de los barrios del centro de Antioquía (Turquía) en agosto de 2022 y el pasado octubre Planet Labs PBC

Muy poco a poco, el bazar cubierto de Antioquía comienza a recobrar vida, a medida que los comerciantes abren las tiendas que no fueron destruidas o que han conseguido reparar, pero al caer la noche, el centro de la ciudad queda casi desierto. En los edificios abandonados, el viento agita las cortinas hacia el exterior a través de los cristales rotos, como si estuvieran habitados por fantasmas.

“En esta ciudad había comercio, había riqueza. Ahora no hay casas, no hay trabajo, no hay gente”, se lamenta Aziza, que ronda los 40 años y vende verduras en un puesto improvisado a la salida del mercado. Toda la vida se ha dedicado a eso, a trabajar para sacar adelante, ella sola, a sus cinco hijos. Que estudiasen. Como su hija mayor, que se licenció en Ingeniería, todo un orgullo. “Éramos una familia feliz, vivíamos todos juntos en el mismo edificio, estábamos unidos”, afirma.

La tierra tembló y los edificios se llevaron por delante lo que más quería. Tres hijos ―entre ellas, la mayor―, parientes, vecinos, amigos. Aziza cuenta historias terribles de los días que siguieron al terremoto, de la búsqueda del cadáver de una de sus hijas, de gritos que se fueron apagando bajo los edificios derrumbados, de cuerpos destrozados, de un chaval del barrio que apareció con una bolsa de plástico negra con la cabeza de su hermana, todo lo que había podido recuperar de ella. “¡Cuánto hemos sufrido! Únicamente el que lo ha vivido lo sabe”.

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Hay algunas familias que ni siquiera han podido encontrar a sus seres queridos. Según el diputado Ömer Faruk Gergerlioglu, hay constancia de 148 desaparecidos, cuyos cadáveres no se han hallado y no se sabe si están vivos o muertos. Casos extraños como el de Fikriye Aybüke Körük, de 26 años, que fue rescatada herida y trasladada a un hospital de Esmirna (oeste de Turquía), “de lo que hay registros e incluso imágenes”, pero cuyo rastro se pierde ahí, pese a los esfuerzos de su madre y allegados, que llevan un año buscándola. Gergerlioglu y otros diputados de la oposición han presentado en el Parlamento una moción para que se investiguen estos casos, especialmente los de casi 40 niños desaparecidos. “Pero los partidos del Gobierno han votado en contra”, denuncia.

Esperando en los contenedores

Cuando recoge su puesto, Aziza regresa a su nuevo hogar: una casa-contenedor de 20 metros cuadrados (dos habitaciones y un salón-cocina minúsculo) donde viven ella, sus dos hijos y un amigo del menor que perdió a su familia. A ambos lados de la casa-contenedor se extienden otras iguales en hilera. Y a una hilera sigue otra, hasta sumar 80 contenedores, que forman lo que se llama una ciudad-container. El extrarradio de Antioquía y de otras ciudades afectadas está poblado de estas ciudades-container, financiadas por ayuntamientos de otras partes del país y dirigidos por la agencia turca de gestión de emergencias (AFAD).

Es mejor solución que las tiendas de campaña en que habitaban 2,5 millones de personas hasta el pasado verano, pero la vida en ellos no es fácil. “Son muy pequeños, como una celda. Cuando llueve mucho, entra el agua, y las calles entre los contenedores se inundan y es difícil moverse. Vivimos en condiciones muy duras”, se queja Gökhan, habitante de otra casa-contenedor.

En las ciudades-container viven 689.101 personas. Oficialmente, los campamentos de tiendas de campaña han sido desmantelados y sus residentes alojados en contenedores, pero todavía es posible ver asentamientos informales en varios puntos de la zona afectada. También hay muchos que viven en tiendas o contenedores instalados junto a sus antiguos hogares, porque temen que roben en su propiedad, o porque se oponen a que sea demolida. “Aunque las casas estén dañadas, muchas familias es lo único que tienen y no saben si podrán permitirse levantar una nueva en caso de que la derriben”, explica el ingeniero Inal Büyükasik. El Estado turco da ayudas mensuales de entre 3.000 y 5.000 liras por familia (90-150 euros); sin embargo, en muchos casos es insuficiente para hacer frente a un nuevo alquiler, dado el alza de precios. Cientos de miles han emigrado a otras zonas del país o incluso al extranjero.

El Gobierno calcula que es necesario edificar 680.000 viviendas y 170.000 locales comerciales. Antes de las elecciones de mayo, en la que revalidó su mandato tras 20 años en el poder, el presidente Recep Tayyip Erdogan había prometido edificar 319.000 viviendas antes del primer aniversario del terremoto, pero solamente 46.000 han sido completadas. El incremento de los costes de los materiales y la mano de obra ha provocado que menos constructoras se interesen por los proyectos licitados por TOKI, el organismo de vivienda pública, lo que, sumado a la tardanza en las labores de demolición y desescombro, está retrasando los planes. Según el Banco Mundial, reconstruir la zona costará más de 90.000 millones de euros, en torno a un 10% del PIB anual de Turquía.

“Doy mi palabra de que la única ayuda que he recibido [del Estado] es esta tienda de campaña, y aun así la conseguí con dificultad”, explica Mehmet, un barbero del pueblo costero de Samandag, al sur de Antioquía, que ejerce su profesión bajo los plásticos: “Sí que se nos prometieron muchas cosas, pero no se han hecho realidad, y ya nadie cree que se vayan a cumplir”. En Hatay, la provincia a la que pertenecen estas localidades, muchos se quejan de que el Estado les “ha abandonado”, y no pocos creen que se debe a que es una zona en la que suele ganar la oposición de centroizquierda. Por eso hay quienes, de cara a las elecciones municipales del próximo marzo, se plantean votar por el partido de Erdogan, a ver si así el Gobierno central deja de discriminarles.

Siguiendo la falla de Anatolia Oriental en dirección norte, las obras de nuevas viviendas se hacen más patentes al cambiar de provincia. En los pueblos de Islahiye y Nurdagi (provincia de Gaziantep) se han culminado ya 45 bloques que suman más de un millar de apartamentos, y la bandera de Turquía y el retrato de Erdogan cuelgan de varios de ellos para su inauguración. Destacan porque rompen con la estética y tradición de casas bajas de la zona, pero parecen robustos. “Se han hecho estudios del suelo y se ha reforzado. Los edificios se han construido con medidas antisísmicas. De hecho, ningún edificio de TOKI se derrumbó en el terremoto”, afirma un jefe de obra.

Mehmet Davut, ante los edificios levantados por la empresa pública TOKI en el pueblo de Sekeroba (provincia de Kahramanmaras) para los damnificados por el terremoto.
Mehmet Davut, ante los edificios levantados por la empresa pública TOKI en el pueblo de Sekeroba (provincia de Kahramanmaras) para los damnificados por el terremoto. Andrés Mourenza

Un poco más al norte, en Sekeroba (provincia de Kahramanmaras), los operarios se afanan en terminar otras 700 viviendas, cuyo sorteo se hará el próximo día 6. Mehmet Davut, de 48 años, espera ser uno de los afortunados. Vive con su esposa en una modesta casa de cemento de una sola habitación que levantó por su cuenta sobre el solar que dejó su casa en ruinas: “Intenté vivir en un contenedor, pero era tan pequeño que me faltaba el oxígeno”, asegura, pues sufre de una enfermedad respiratoria. En el pueblo, la actividad va recobrando la normalidad poco a poco, explica, pero aguarda con ansia el resultado del sorteo, para poder vivir en unas condiciones más aceptables. Lo que más le preocupa es si él y sus nuevos vecinos podrán habituarse a la vida en un bloque de apartamentos, acostumbrados como están a sus casas de pueblo, unifamiliares, y si será capaz de pagar los 25.000 euros que les cobrará TOKI (la otra mitad del precio la pagará el Estado) con su magra pensión de invalidez (90 euros).

De vuelta en Antioquía, Aziza, la verdulera, sabe que a ella no le corresponderá ninguna vivienda pública, porque antes del terremoto vivía de alquiler. Solo le queda seguir enlazando un día tras otro, trabajar y trabajar. “Todos tenemos el corazón roto, pero estamos obligados a seguir viviendo. Yo tengo que seguir trabajando, por mis dos hijos. Pero ya no pienso en el futuro”.

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