La crisis del petróleo de 1973, como la financiera de 2008, fue algo más que una sacudida generacional: fue, más bien, uno de esos traumas colectivos de los que, incluso quien no lo vivió, conoce al dedillo las consecuencias. Dos guerras superpuestas —la de Rusia y Ucrania; la de Israel y Hamás— han vuelto a revivir hoy fantasmas que se creían enterrados. Quizá, como casi todo en esta era, con una dosis de exageración: la Agencia Internacional de la Energía (AIE), siempre cauta, acaba de marcar distancias con aquel embargo petrolero que movió para siempre los cimientos energéticos y que dejó las cicatrices a la vista de todos.
Cinco décadas después, la geopolítica en Oriente Próximo —y el camino que pueda tomar Irán en el conflicto— vuelve a marcar el diapasón del petróleo y el gas. La producción fósil de Israel es mínima, pero la espita abierta en la región ha puesto en guardia a propios y extraños: casi uno de cada tres barriles que consume el mundo cada día salen de esa región convertida en polvorín. Lo que sigue es un recorrido por los escenarios potenciales que se abren ahora:
Guerra encapsulada
El enfrentamiento se alarga, Israel sigue atacando Gaza, y las escaramuzas continúan en Líbano y en Siria. Pero el resto de potencias árabes no entran al cuerpo a cuerpo y eso permite, incluso, una eventual y paulatina desescalada. “A medida que la invasión israelí de Gaza, que iba a ser inminente, no se ha producido y algunos secuestrados por Hamás han sido liberados, la presión sobre el mercado se ha ido aliviando”, constata Jorge León, vicepresidente sénior de la consultora energética Rystad Energy y ex alto funcionario de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
En este escenario, el más benigno, el crudo se quedaría donde está hoy —y donde estaba antes del ataque de Hamás—, en el entorno de los 90 dólares por barril, y el gas se asentaría en el entorno de los 50 euros por megavatio hora, según los cálculos de la casa de análisis noruega. Los bancos centrales no se verían obligados a ajustar de nuevo al alza los tipos de interés. Y la economía mundial respiraría aliviada.
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Incluso en esta alternativa, sin embargo, los nervios están a flor de piel. “El malestar en el mundo árabe continuaría, y lo que ocurre en Oriente Próximo siempre reverbera en los mercados energéticos”, recuerda Gonzalo Escribano, investigador principal y director del programa de Energía y Cambio Climático del Real Instituto Elcano. “A estas alturas, la contabilidad de daños ya es muy importante, el malestar de la calle árabe es claro y eso ya impone una prima de riesgo: se ha desvanecido la esperanza de una normalización de precios tras la invasión rusa de Ucrania”. La desinflación energética, al menos a medio plazo, se complica.
Este último punto es importante. Hasta hace tres semanas había una notable expectativa de acuerdo entre Arabia Saudí —el mayor exportador de crudo del planeta— e Israel, que incluso invitaba a pensar en un final de los recortes de producción aplicados por el gigante del Golfo, el principal factor detrás de la escalada de los últimos meses. En un abrir y cerrar de ojos, la esperanza se ha desvanecido: “Ahora, el coste de un movimiento así sería prohibitivo: el malestar árabe en las calles también ha llegado a Riad, y hace dos semanas [el príncipe heredero Mohamed] Bin Salmán hizo esperar siete horas a [Anthony] Blinken antes de su reunión… El ambiente de negociación es escaso”, remata el analista de Elcano.
Irán no se involucra, pero hay nuevas sanciones
Irán es la pieza clave en el complicado puzle regional abierto desde el pasado día 7, cuando comenzó la guerra, y una nueva ronda de sanciones occidentales sobre su producción petrolera complicaría sobremanera las cosas. “Los riesgos siguen siendo bajos… Salvo que el conflicto escale, o que EE UU o Israel apunten directamente a las exportaciones iraníes”, sintetizaban Raad Alkadiri, Gregory Brew y Risa Grais-Targow, de la consultora de riesgos Eurasia, en una reciente nota para clientes.
“Occidente lleva tiempo haciendo la vista gorda con el crudo iraní, para evitar que los precios se disparen”, desliza León, de Rystad. Y ahora, la Administración estadounidense está en una posición complicada: si la escalada continúa, tendrá ante sí una difícil disyuntiva. O redoblar la presión sobre Irán por su apoyo a Hezbolá y Hamás, a riesgo de que la gasolina se dispare a las puertas de las elecciones. O que, por el contrario, deje las cosas tal cual y el electorado sienta que la Administración Biden no es lo suficientemente dura con el régimen de los ayatolás.
Las exportaciones iraníes rondan hoy los 1,5 millones de barriles diarios y aunque China (y no EE UU ni Europa) es su principal cliente, un repliegue de su producción tendría consecuencias para todo el mundo. León calcula que en este escenario de recrudecimiento de las sanciones podrían desaparecer del mercado unos 300.000 barriles diarios. Una cifra relativamente pequeña (el 0,3% de lo que consume el mundo), pero suficiente para —según sus cálculos— mandar el precio del crudo por encima de los 95 dólares.
El impacto sobre el gas sería mucho más discreto. “No es racional que los precios se disparasen como lo hicieron los primeros días: solo se ha visto afectada la plataforma de Tamar [frente a la costa de Israel], que es pequeña”, sostiene Escribano. “Lo que sí hay, en todos los escenarios, es un problema de expectativas frustradas: la UE pensaba en Egipto como una posible alternativa a las importaciones que venían de Rusia, y eso se complica a corto plazo. Las piezas empezaban a encajar en bloque de gas como [en el yacimiento de] Qana, y se abría una esperanza con otros proyectos en el Mediterráneo Oriental”. Ahora, la expectativa se desvanece.
Teherán entra de lleno
La entrada directa de Irán en el conflicto es, de largo, el peor de los escenarios posibles. Implicaría, muy probablemente, el cierre del estrecho de Ormuz, que conecta el golfo de Omán y el Pérsico, y por el que pasa la tercera parte del crudo que se mueve por mar en el mundo. “Podrían perderse unos dos millones de barriles diarios [el 2% del consumo global], y los seguros de navegación se dispararían: el petróleo se iría fácilmente por encima de los 120 dólares”, augura León.
La pelota quedaría en el tejado de otras dos potencias regionales, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, que disponen de mucho margen para elevar su producción, y que tendrían que decidir entre mantener sus recortes artificiales de oferta o abrir el grifo. “Aliarse con Irán o no hacerlo”, sintetiza el analista de Rystad y ex alto funcionario de la OPEP, que se inclina por la segunda opción. De lo contrario, el escenario para la economía mundial —que empieza a sufrir cuando el petróleo alcanza los tres dígitos— sería tenebroso: los bancos centrales subirían aún más los tipos y la recesión, esquivada milagrosamente en lo que va de 2023, estaría prácticamente asegurada.
Por paradójico que suene, el régimen saudí es el primer interesado en que los precios no se vayan más allá de los 100 dólares por barril. “Se destruiría mucha demanda. Además, tienen mucho dinero invertido fuera y una recesión global sería muy dañina para sus intereses”, aquilata Escribano. Riad es, en fin, el mejor freno de emergencia con el que cuenta Occidente.
Coda: renovables, más allá de lo ambiental
Escenarios al margen, hay una realidad constatable: la superposición de conflictos bélicos es, ante todo —y al margen de lo más obvio, lo ambiental—, un motivo de peso para acelerar en la transición a verde. “Hay que cambiar la mentalidad de una vez por todas: la dependencia fósil no puede seguir. Y pensar en Oriente Próximo como un lugar de suministro estable es casi tan naíf como pensar, hace dos años, que Rusia no iba a invadir a Ucrania”, sentencia el analista de Elcano.
La salida al laberinto pasa, sí o sí, por las renovables, convertidas ya en clave de bóveda de la anhelada autonomía estratégica de los países no agraciados por la lotería fósil. “Ahora hay que evitar repetir los errores del pasado: que no haya una OPEP del litio, ni rentismo en el cobalto”, zanja Escribano. Ese será el siguiente capítulo; ahora, EE UU, Europa y hasta China contienen el aliento en Israel, Líbano, Egipto y, sobre todo, Irán.
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