Es una mujer blanca de 62 años. Vamos a llamarla María. Vive en Estados Unidos y tiene un trabajo nocturno, lo que hace un poco difícil socializar. Ayer se acostó a las cuatro de la madrugada y hoy se ha despertado a las nueve. Podría seguir durmiendo, pero no quiere, o igual se ha desvelado. Enciende la tele, están dando un programa religioso. Le parece bien, María ve mucho la tele. Allí siempre pasa algo. En su día a día, no. No tiene hijos ni amigos cercanos. No es especialmente sociable, así que llena sus días con programas, realities, noticieros y películas. Con vidas ajenas. Cuando termina la retransmisión religiosa, María hace algo de zapping y se queda embobada viendo otro programa. Y otro. Una película. Sin saber cómo, son las 17:45, así que se prepara algo de cenar. Después limpia la casa, descansa un poco y se queda traspuesta. Ay, que se le ha hecho tarde. Se ducha a toda prisa y se arregla. Son las 10.45 de la noche y tiene que salir para el trabajo.
Esto sucedió un día concreto de su vida, pero podría ser ayer, podría ser cualquier día. Esa es su rutina. María tiene una salud autopercibida razonablemente buena, pero no es feliz. Si le preguntaras, te diría que su nivel de felicidad es un dos sobre 10. Es lo que contestó al American Time Use Survey una macroencuesta sobre el uso del tiempo que el Gobierno estadounidense lleva haciendo desde 2003. En estos 20 años, han constatado que el caso de María no es único. De hecho, la soledad se ha convertido en una experiencia mucho más frecuente en las últimas décadas, y se ha visto potenciada por la pandemia. Y esto es un problema no solo social, sino sanitario. A pesar de que María piense que su salud es buena, tiene un 39% más posibilidades de morir que una persona de su misma edad, sexo y condición, pero con más conexiones sociales.
Esto es lo que asegura un estudio científico publicado hoy en la revista BMC Medicine. La idea no es nueva; distintos estudios han señalado esta evidencia en los últimos años, pero pocos lo han hecho con la contundencia y concreción de este. En lugar de hablar de soledad en general, ha diferenciado entre la soledad objetiva y la subjetiva; la que proviene de un aislamiento de relaciones epidérmicas y de aquellas más intensas, las que mantenemos con amigos cercanos y familiares. Ha tenido en cuenta lo cualitativo, pero también lo cuantitativo. Y ha llegado a la conclusión de que en esta vida, lo más importante es ver a la familia y amigos cercanos. Y que con una visita al mes es suficiente.
“La verdad es que no era lo que esperábamos encontrar”, confesó el cardiólogo Jason Gill, uno de los autores del estudio, durante su presentación, que se celebró hace unos días por videoconferencia. “Pero parece claro que hay un efecto umbral. Una vez que empiezas a ver a tus amigos y familia mensualmente, el riesgo se mantiene bastante estable. Da igual que sea una visita mensual, semanal, varias veces a la semana o todos los días”, señaló. Hay que ser sociable, sí, pero no es necesario serlo demasiado, al menos desde el punto de vista de la salud y estrictamente instrumental. “Verlos con más frecuencia no te da ningún beneficio adicional”.
Para realizar el estudio se utilizaron los datos de 458.146 adultos reclutados en el Biobanco del Reino Unido, una enorme base de datos biomédicos disponible para ensayos científicos. Los participantes fueron reclutados entre 2006 y 2010 y tenían entonces una edad media de 56,5 años. 13 años después, 33.135 de ellos habían muerto. Los autores cotejaron las defunciones con las respuestas que habían dado a una serie de preguntas sobre la soledad y armonizando factores como edad, sexo, situación socioeconómica y enfermedades previas. Llegaron entonces a una conclusión demoledora: la soledad mata.
“Hay diferentes tipos de soledad y diferentes tipos de aislamiento”, explica el profesor de la Universidad de Glasgow, Harmish Foster, que también participó en el estudio. En esta ocasión analizaron varios. Vieron que la soledad subjetiva es menos letal que el aislamiento social (objetivo), pero que, combinados, son fatales. Entre los factores que determinan lo aislada que puede sentirse una persona están el participar o no en actividades grupales, el vivir solo o acompañado y el recibir la visita de amigos y familia. “Cada uno de estos tres factores se asoció con un mayor riesgo de muerte, pero en particular, destacó el de las personas que afirmaron no recibir nunca visitas”.
Preguntados sobre los motivos que pueden explicar este efecto protector de los seres queridos, los investigadores se limitan a teorizar. “Nuestro estudio no responde a esto directamente, pero puede que los amigos y la familia ofrezcan un nivel particular de apoyo a las personas y les ayuden a acceder a los servicios sanitarios”. También hay un vínculo con el comportamiento, las personas socialmente aisladas tienen comportamientos más insalubres como el tabaquismo o el consumo elevado de alcohol. Eliminan o difuminan los hábitos saludables como hacer ejercicio, mantener un horario y dormir más de siete horas al día. El caso de María, con horarios deslavazados y una rutina sedentaria, podría ejemplificar perfectamente este efecto.
“Me parece interesante que se distinga entre distintos tipos de soledades, diferenciando entre lo estructural y funcional”, explica Bryan Strange, director de The Laboratory for Clinical Neuroscience, de la Universidad Politécnica de Madrid. En esta soledad estructural es donde se ven los beneficios de las visitas esporádicas. “Viendo los resultados del estudio, creo que es muy aconsejable, si conoces a alguien que vive solo, hacerle una visita”. Strange ha trabajado mucho en el estudio de los superagers o superancianos, personas que con 80 años mantienen una memoria propia de gente 30 años más joven. “En este caso también vimos que se destacaba que estas personas tenían muchas relaciones sociales, así que parece que hay un beneficio en general a nivel cognitivo”.
Andrés Rueda, gerontólogo social y director de ASCAD coincide en esta idea y sentencia: “Van de la mano, la soledad es una mala compañera de la fisiología, el estado de ánimo influye en el curso de las enfermedades. En consecuencia, a peor estado de ánimo peor estado de las patologías”. Rueda lleva 40 años trabajando en residencias de ancianos y cree que las visitas de amigos y familia ayudan, pero que también se pueden crear conexiones importantes con otros internos. En cualquier caso, sentencia, llegados a cierta edad, es mucho mejor vivir en una residencia que en soledad.
Cintia Gracia, trabajadora social y directora de la residencia Albertia el Moreral, también destaca el papel de los lazos más fuertes entre sus residentes. “La familia facilita mucho la salida fuera del centro o del hogar, tu familia viene, te saca, te cuenta su vida. De alguna forma está fomentando que te mantengas activo, que tengas un motivo para estar alerta, ilusionado”.
El estudio de BMC Medicine se ha centrado en adultos mayores que, en su inicio, tenían entre 40 y 70 años. “No tenemos datos de gente más joven”, lamenta el doctor Foster. “Pero una de las ideas de este tipo de investigación, sobre todo si se trata de mortalidad, es que tiende a ocurrirle a todo el mundo”. Visitar a la abuela una vez al mes puede ser una buena medida de protección, una forma agradable de alargar su esperanza de vida. Pero no es un acto altruista, este efecto protector podría ser bidireccional. “Somos animales sociales”, añade el doctor Rueda. “Y lo somos independientemente de nuestra edad”.
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